LA RENDICIÓN DE MARIO SANTIZO

Escenificar es una de nuestras mejores dotes. Perpetuamos con naturalidad lo que hacían los artistas del barroco: Decorar tumbas e iglesias sin importar el credo. Escenificamos los banquetes, los vestidos, los peinados, los pasteles de 15 años como actividad ritualista. La retorica de políticos y poetas del paisaje nacional llegan a alcanzar tonos y adornos semejantes a los de los platos de fiambre. Si ambicionamos un proyecto moderno o -en fin- posmoderno es imposible imaginarlo sin la vigencia del frenesí religioso, los cuerpos crucificados, el drama apocalíptico o el recuento de nuestras altas y bajas pasiones. Dicen que donde no hay nada, nada puede ser despilfarrado.

Todo lo anterior es el mejor marco para situar una obra como la de Mario Santizo. Esta horroriza, saca crucifijos o incomodidades morales de todos los colores. Altera las conciencias de las personas buenas, lo cual generalmente esta a un paso de su fascinación. O porque encontrarse antes sus espectaculares montajes digitales, es como ver una versión japonesa de la pasión de Cristo sin subtítulos.

Pero las personas buenas tienen razón en algo: desde que el artista mostro su versión de La rendición de Breda en la ultima Bienal de Arte Paiz, se nos olvido subrayarle como uno de los artistas más prometedores de este país y explicar como se justifican su vocación cinica y la intención de sus reescenificaciones. Inspirado por lo mejor de Ionesco y Primus, Santizo ha creado universos barrocos y agobiantes para dotar de humor y así descompresionar las experiencias traumáticas que suceden en distintas esferas de lo privado y lo público. La rendición de Breda es una de las obras cumbres del pintor sevillano Diego de Velázquez. Para Santizo es excusa para representar la situación de los comunes y los desprotegidos guatemaltecos, que, en medio del absurdo y la desproporción entregan el celular por su vida. También es una pieza que proporciona sentido carnavalesco, el cross-dressing del mismo autor, donde el poder de la mascara se sitúa como lapso de permisividad, opuesto a la representación de la sexualidad.

Esta obra en particular da vida a historias de payasos asaltantes y asesinos, que confabulan en un malange de personajes que pueblan la urbe y la tradición oral. En el caso de La rendición hay una condición parasitaria con la original de Velázquez, tanto para producir una crisis de los fundamentos institucionales de la plástica, como para reflexionar sobre las identidades desdibujadas de nuestra realidad. A partir de allí la obra de Mario me recuerda algo que dice la artista mexicana Astrid Hadad: “Me busco en el diccionario, en la guía telefónica, en el censo electoral, en la filosofía oriental, pero no me encuentro”.  El ser contemporáneo en la periferia no es producto de la comunicación, si no de los malos entendidos. Y eso de la indefinición para las personas buenas, es asunto de travestis.

Rosina Cazali


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